jueves, 2 de septiembre de 2010

Los cordones de mis zapatos


Cuando me levanto muy temprano intento no hacer ruidos para que Alicia siga descansando, debo reconocer que en esto no soy muy efectivo ya que termina levantándose y preparando un café que casi nunca pruebo y que, sin embargo, ella insiste en dejar sobre mi mesa de luz, mientras yo termino de anudarme los cordones de los zapatos, con un nudo que aprendí de chico y que no es igual a los que comúnmente hace la gente; creo que si un día tuvieran que reconocer mi cadáver podrían hacerlo por el nudo de mis zapatos, eso, claro está, siempre que mi cadáver se encuentre con zapatos y estos a la vez se encuentren con los cordones atados y que sea necesario apelar a este artilugio para el reconocimiento de mi cadáver por haber muerto inconvenientemente sin mis documentos en las manos. Mis cordones podrán ser ignorados en el caso de una muerte tan discreta o en un estado tan prolijo que cuando los amigos y nuevos deudos se acerquen a mi féretro exclamen: “pero si está igual… quién diría que está muerto? Si yo justo ayer... etc., etc., etc.”.
Lo cierto, ahora, es que el pobre café se quedará olvidado y sólo, enfriándose ante la inadvertencia de quienes pasan a su orilla … justamente como si se tratase de un cadáver dejado sobre una mesa, que, aun en medio de los recuerdos y anécdotas de los deudos ya está siendo olvidado y va ganando, grado a grado, la soledad más absoluta de la que uno puede ser dueño, la soledad de la muerte, esa de la que me adueño tirado, ya de espaldas, sobre esta mesa, mientras veo pasar a los inadvertidos que, tomando sus tazas de café casi frío, caminan, o con cara de circunstancia, se paran desconsolados, o no, a mi lado.

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