Corrió desaforadamente los últimos
veinte…, quince…, diez metros del pasillo, que daba a su lugar de trabajo.
Hacía tiempo que sentía ese malestar en la boca del estómago cada vez que
presentía el accionar del mecanismo de la puerta del ascensor. La puerta se
abriría de par en par y un millar de gentes ya estarían en sus funciones. Había pensado en usar, como treta, llegar con
una carpeta folio bajo el brazo y sin saco, como para no quedar tan evidente.
Lo que más le disgustaba era que todo el esfuerzo realizado, todo el empeño
puesto, de poco le servían.
Estaba destinado a llegar tarde,
como aquella mañana que subió al subte tan temprano que hasta encontró un lugar
donde sentarse, el aire estaba todavía sin enrarecer, salvo, claro, por el
calor despedido por los rieles que llevan electricidad. Esa mañana un anciano
lo miraba desde el fondo del vagón, nunca lo había visto. Es interesante llegar
unos segundos antes de que descienda la marea humana por la escalera de la boca
del subte e inunde de almas en pena todo el lugar. El anciano hasta le dedico
una sonrisa que él devolvió con alegría. “Este día va a ser distintos”, se
prometió, “si viajo sentado no voy a llegar tan cansado al trabajo y no voy a
escuchar otra vez las amenazas sobre mi despido y el discurso sobre mi falta de
responsabilidad”. Se relajó a la espera de la llegada de la gente, a la llegada
de los otros, pobres almas, como la suya atrapada en una rutina por la cual,
encima, tuvieron que pelear, golpe tras golpe contra otros sobrevivientes urbanos.
Pero no llegaban, el anciano ahora dormía y la jauría no llegaba, las ovejas no
aparecían al trote guiadas por el reloj, encaminada por los ladridos de las
deudas contraídas. Empezó a inquietarse y miró la hora en el cartel que estaba
junto al nombre de la estación, que por cierto era la estación correcta, cartel
que estaba frente a las ventanillas de ventas de cospeles, que por cierto
estaban cerradas, cerradas como todos los Domingos, día en que todos se quedan
en sus casas, con sus familias a descansar y a recuperar fuerzas para volver a
empezar la semana.
En su carrera, rebasó a su mismísimo
jefe, a quién salpicó con el barro del charco que dejaba el sangrar de una
gotera hacía ya mucho tiempo, tanto como para considerarlo un compañero de
trabajo y a la gotera una vieja enemiga.
Todo el pasillo ya era un revuelo de
corbatas, zapatos de tacos y papeles, papeles sellados y cargados por kilos de
tintas de todos los colores. Debe ser triste para quién fabrica los tinteros
esperando que los use un futuro Jorge Luis, que el mismo termine gastado
deshonrosamente en cargos y descargos. Como aquel día que teniendo que archivas
un expediente, le llamó la atención que
no estaba con los bordes de las hojas rotas, que las tapas estaban impecables.
Entonces antes de colocarlo en el mueble 62 del segundo subsuelo, en el anaquel
AW2 y colocar el número de orden 245533 para asentarlo en el libro de índices,
antes de todo esto, hizo lo que nunca había hecho antes, se sentó a leer su
contenido. Un juez de la corte, desarrollaba en prolijas 438 páginas, foliadas,
membreteadas y cocidas a mano la desestimación de un juicio político en su
contra ya que, justificaba el alto magistrado, como él era quién decidía sobre
la conducta de los demás los demás no tenían autoridad alguna para decidir
sobre la valides o nulidad de su propia conducta, entonces solicitaba se
enjuicie a quién pretendía enjuiciarlo y que si bien la tarea de su enjuiciador
era hacer juicios, no era conducta conveniente cuando esta tarea se desarrollaba
en perjuicio de un alto magistrado y alto funcionario o cualquiera de sus
afectos más cercanos, ya que por cierto, ya los habría haber enjuiciado el
mismo magistrado o funcionario y lo debería de haber librado de toda culpa y
sospecha lo que lo mantenía en su influencia personal pese a lo actuado.
El aire de la respiración se le
entrecortaba por el esfuerzo, pero la visión de la puerta al fondo del pasillo
lo alentaba, sentía sin embargo, a cada paso, lo débil de las suelas de sus
zapatos y pensó que ya no brillaban como su primer día de trabajo.
“Si”…. Se dijo…. “Recuerdo cada
detalle de ese día”. Creyó, al abrirse la puerta del ascensor y ver tanto apuro
y tantas caras de preocupación, que todos deberían de ser personas
importantísimas para la sobrevivencia de la ciudad que los empleaba. Sabía que
él desempeñaría lo que algún trasnochado podría calificar como una tarea menor,
pero el mismo Máximo Onagnaz, había empezado cobrando los alquileres de unas
pocas propiedades y ahora, era un importante asesor de la presidencia, tan
importante era, que nadie sabía a ciencia cierta, sobre que asesoraba a la
misma o que días realizaba esta tarea y mucho menos en que lugar. Algún día - se
dijo - yo también tendré mi oportunidad… entonces empezó a caminar por entre
los escritorios rumbo a la escalera que lo llevaría a su primer paso a la
gloria. Sintió correr un aire helado al
pasar junto a una silla donde se distendía un joven sonriente, este, se dijo,
debe haber ganado un importante litigio a favor de la comuna, debe estar
pensando en lo bien elaborada de la estrategia usada o en los miles de
conciudadanos que se beneficiaran con su accionar, entonces con el mayor
respeto que pudo poner de manifiesto le preguntó porque se encontraba tan
contento.
-
Es que este trabajo
me permite hacer lo que más me gusta hacer –Respondió después de pensar unos
segundos el sonriente joven
-
Y qué es lo que
haces? – Preguntó pensando que sería un buen ejemplo a seguir.
-
Nada… No me han
asignado ninguna tarea todavía – Y luego de escucharse a si mismo dejó de
sonreír, cruzó sus brazos sobre el escritorio y entornó los parparos.
Todavía con la respiración
entrecortada, se paró abrupto frente a la puerta de la oficina, sacó un pedazo
de tiza del bolsillo de su desgarrado gabán y escribió con trazos firmes: Si
uno llega primero no puede haber llegado
tarde, como una rama no hace ruido si cae en la soledad del bosque, como que
uno no puede quedar asombrado a plena luz del sol si no hay nadie que le pueda
hacer sombra, como no se puede ser pobre si nada le falta aunque nada tenga,
como…
Así continuó escribiendo una y otra
de las puertas del pasillo y luego las paredes y las persianas de las ventanas
y el cielo raso y el piso y así prosiguió con los otros pisos del edificio y
con la fachada del mismo, la calle y los bancos de las plazas. Las autoridades
esperaban que este fuera un brote pasajero y observaron bien que la actitud no
se contagie, así crearon el ministerio de lo que se puede y no se puede pensar,
otro de lo que se puede y no se puede hacer y otro… y otro…
Cuentan los empleados más viejos que
cuando su jefe llegó finalmente a la puerta del fondo del pasillo, sacó de su
maletín una tiza color rojo y escribió la frase que aún se lee al pié de la
misma: “Estas despedido”.
Es cierto que dicha frase se
encuentra allí, pero también es cierto que muchos sostienen que la historia es
sólo una leyenda urbana, o que al menos eso dicen, las autoridades del
ministerio, que se debe decir.