viernes, 13 de junio de 2014

Broncemia


Nunca me preocupó la idea de “pasar a la posteridad”, no creo que tenga mucha importancia que dentro de cien años alguna calle lleve mi nombre o una rotonda, en medio de la montaña, tenga enclavada en estatua mía. Gesto augusto, los ojos perdidos en el horizonte, el brazo en alto señalando el rumbo a las jóvenes generaciones. Toda una sanata. Los jóvenes del futuro ignoraran toda la historia y vivirán sus días con una actitud fundacional que los llevará al fracaso una y otra vez hasta que dejen de ser jóvenes y entonces empiecen a reconocer al filósofo, al historiador y al estadista que debieran haber entendido, cuando jóvenes, para no cometer, la serie de troperías que cometieron, en  nombre del bien común y en beneficio del bien propio. Igual que nosotros.

Cuando uno enferma de broncemia los síntomas son devastadores, no tiembla el pulso al firmar el manifiesto más prosaico, ni balbucea al contradecir lo principios y banderas sostenidas hasta momentos atrás.

La broncemia ataca y deja un tendal de amigos, familiares, amores y honores desparramados por el piso. Estimo que la broncémia puede ser propia o ajena, es decir, a algún desmadrugado le agarra un ataque y sale a repartir bustos y estatuas de un conocido o  pariente… digamos de su padre y espera, a partir de esto, heredar las virtudes del mismo, reformando dicha transferencia con el uso de la ropa del mismísimo difunto, que seguramente no se ofenderá ni alegrará ya que no se enterará de nada, espero, porque tendrá otras cosas mas interesantes que hacer en el más allá. Lamentablemente la experiencia me enseña que los hijos de los grandes estadistas terminan pareciendo grandes tontos a la luz de sus difuntos padres, y alguno, incluso, ni siquiera necesitan de tal luz para lograr el contraste.

Chan. Chan.

Después de este tango, volvamos a mi no preocupación anterior y cuando digo: “anterior”, no me refiero al párrafo anterior, sino, a mi aptitud anterior, porque debo confesar, que después de ver las obras de ciertos escultores, brotó en mi una rara preocupación respecto a la fidelidad de los rasgos de los próceres a los que solemos dar loas en reuniones y fiestas patrias… sea cual sea la patria del oyente (lector) y sea cual sea el tipo de fiestas a las que suele concurrir.

-         “Si voy a pasar a la posteridad”, me dije, es preciso que mi imagen sea fiel al original, no por inmortalizar mi belleza… (Léase esto con tomo sarcástico), sino, por no gastar los dineros de los ajenos, en una obra que para mi no tendrá ninguna importancia y encima, ninguna similitud. Entiéndase entonces que ningún artista, que se empecine en inmortalizar mi imagen, está autorizado a forzar simetrías, borrar marcas de nacimiento o hacerme posar sobre un caballo alado con tres patas en el aire.

Me preocuparé, en los días subsiguientes, en la paga de un artistas que pueda hacer una copia de mi persona, para que dicha figura sea tomada como modelo para cualquier obra que no se construya y con la única pose en la que seguramente me reconocerían mis amigos, es decir, con una copa de vino en la mano. Es lamentable, que dicha obra nunca verá la luz, salvo, que con el pasar del tiempo yo, como un rinoceronte errante por la plaza, también me enferme y me crea un niño bien.


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