viernes, 13 de junio de 2014

Revuelo de corbatas

            Corrió desaforadamente los últimos veinte…, quince…, diez metros del pasillo, que daba a su lugar de trabajo. Hacía tiempo que sentía ese malestar en la boca del estómago cada vez que presentía el accionar del mecanismo de la puerta del ascensor. La puerta se abriría de par en par y un millar de gentes ya estarían en sus funciones.  Había pensado en usar, como treta, llegar con una carpeta folio bajo el brazo y sin saco, como para no quedar tan evidente. Lo que más le disgustaba era que todo el esfuerzo realizado, todo el empeño puesto, de poco le servían.

            Estaba destinado a llegar tarde, como aquella mañana que subió al subte tan temprano que hasta encontró un lugar donde sentarse, el aire estaba todavía sin enrarecer, salvo, claro, por el calor despedido por los rieles que llevan electricidad. Esa mañana un anciano lo miraba desde el fondo del vagón, nunca lo había visto. Es interesante llegar unos segundos antes de que descienda la marea humana por la escalera de la boca del subte e inunde de almas en pena todo el lugar. El anciano hasta le dedico una sonrisa que él devolvió con alegría. “Este día va a ser distintos”, se prometió, “si viajo sentado no voy a llegar tan cansado al trabajo y no voy a escuchar otra vez las amenazas sobre mi despido y el discurso sobre mi falta de responsabilidad”. Se relajó a la espera de la llegada de la gente, a la llegada de los otros, pobres almas, como la suya atrapada en una rutina por la cual, encima, tuvieron que pelear, golpe tras golpe contra otros sobrevivientes urbanos. Pero no llegaban, el anciano ahora dormía y la jauría no llegaba, las ovejas no aparecían al trote guiadas por el reloj, encaminada por los ladridos de las deudas contraídas. Empezó a inquietarse y miró la hora en el cartel que estaba junto al nombre de la estación, que por cierto era la estación correcta, cartel que estaba frente a las ventanillas de ventas de cospeles, que por cierto estaban cerradas, cerradas como todos los Domingos, día en que todos se quedan en sus casas, con sus familias a descansar y a recuperar fuerzas para volver a empezar la semana.

            En su carrera, rebasó a su mismísimo jefe, a quién salpicó con el barro del charco que dejaba el sangrar de una gotera hacía ya mucho tiempo, tanto como para considerarlo un compañero de trabajo y a la gotera una vieja enemiga.

            Todo el pasillo ya era un revuelo de corbatas, zapatos de tacos y papeles, papeles sellados y cargados por kilos de tintas de todos los colores. Debe ser triste para quién fabrica los tinteros esperando que los use un futuro Jorge Luis, que el mismo termine gastado deshonrosamente en cargos y descargos. Como aquel día que teniendo que archivas un  expediente, le llamó la atención que no estaba con los bordes de las hojas rotas, que las tapas estaban impecables. Entonces antes de colocarlo en el mueble 62 del segundo subsuelo, en el anaquel AW2 y colocar el número de orden 245533 para asentarlo en el libro de índices, antes de todo esto, hizo lo que nunca había hecho antes, se sentó a leer su contenido. Un juez de la corte, desarrollaba en prolijas 438 páginas, foliadas, membreteadas y cocidas a mano la desestimación de un juicio político en su contra ya que, justificaba el alto magistrado, como él era quién decidía sobre la conducta de los demás los demás no tenían autoridad alguna para decidir sobre la valides o nulidad de su propia conducta, entonces solicitaba se enjuicie a quién pretendía enjuiciarlo y que si bien la tarea de su enjuiciador era hacer juicios, no era conducta conveniente cuando esta tarea se desarrollaba en perjuicio de un alto magistrado y alto funcionario o cualquiera de sus afectos más cercanos, ya que por cierto, ya los habría haber enjuiciado el mismo magistrado o funcionario y lo debería de haber librado de toda culpa y sospecha lo que lo mantenía en su influencia personal pese a lo actuado.

            El aire de la respiración se le entrecortaba por el esfuerzo, pero la visión de la puerta al fondo del pasillo lo alentaba, sentía sin embargo, a cada paso, lo débil de las suelas de sus zapatos y pensó que ya no brillaban como su primer día de trabajo.

            “Si”…. Se dijo…. “Recuerdo cada detalle de ese día”. Creyó, al abrirse la puerta del ascensor y ver tanto apuro y tantas caras de preocupación, que todos deberían de ser personas importantísimas para la sobrevivencia de la ciudad que los empleaba. Sabía que él desempeñaría lo que algún trasnochado podría calificar como una tarea menor, pero el mismo Máximo Onagnaz, había empezado cobrando los alquileres de unas pocas propiedades y ahora, era un importante asesor de la presidencia, tan importante era, que nadie sabía a ciencia cierta, sobre que asesoraba a la misma o que días realizaba esta tarea y mucho menos en que lugar. Algún día - se dijo - yo también tendré mi oportunidad… entonces empezó a caminar por entre los escritorios rumbo a la escalera que lo llevaría a su primer paso a la gloria.  Sintió correr un aire helado al pasar junto a una silla donde se distendía un joven sonriente, este, se dijo, debe haber ganado un importante litigio a favor de la comuna, debe estar pensando en lo bien elaborada de la estrategia usada o en los miles de conciudadanos que se beneficiaran con su accionar, entonces con el mayor respeto que pudo poner de manifiesto le preguntó porque se encontraba tan contento.

-          Es que este trabajo me permite hacer lo que más me gusta hacer –Respondió después de pensar unos segundos el sonriente joven
-          Y qué es lo que haces? – Preguntó pensando que sería un buen ejemplo a seguir.
-          Nada… No me han asignado ninguna tarea todavía – Y luego de escucharse a si mismo dejó de sonreír, cruzó sus brazos sobre el escritorio y entornó los parparos.

            Todavía con la respiración entrecortada, se paró abrupto frente a la puerta de la oficina, sacó un pedazo de tiza del bolsillo de su desgarrado gabán y escribió con trazos firmes: Si uno llega primero no puede  haber llegado tarde, como una rama no hace ruido si cae en la soledad del bosque, como que uno no puede quedar asombrado a plena luz del sol si no hay nadie que le pueda hacer sombra, como no se puede ser pobre si nada le falta aunque nada tenga, como…

            Así continuó escribiendo una y otra de las puertas del pasillo y luego las paredes y las persianas de las ventanas y el cielo raso y el piso y así prosiguió con los otros pisos del edificio y con la fachada del mismo, la calle y los bancos de las plazas. Las autoridades esperaban que este fuera un brote pasajero y observaron bien que la actitud no se contagie, así crearon el ministerio de lo que se puede y no se puede pensar, otro de lo que se puede y no se puede hacer y otro… y otro…

            Cuentan los empleados más viejos que cuando su jefe llegó finalmente a la puerta del fondo del pasillo, sacó de su maletín una tiza color rojo y escribió la frase que aún se lee al pié de la misma: “Estas despedido”.

            Es cierto que dicha frase se encuentra allí, pero también es cierto que muchos sostienen que la historia es sólo una leyenda urbana, o que al menos eso dicen, las autoridades del ministerio, que se debe decir.

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