jueves, 6 de noviembre de 2008

El tazón de leche


Entre las cosas que más recuerdo de aquella casa no es justamente la casa sino, el fondo. Todavía la ciudad usaba esos espacios verdes al frente llamados jardines donde los dueños sembraban begonias y margaritas para envidia de las vecinas. El fondo en cambio era para envidia de los íntimos.

- Mire Don Isino, mire que linda vino la radicha! - Mientras aprolijaba el filo de la azada con la que había limpiado el surco.

- Si, pero lo va a comparar con la criolla que hay en casas… vamos…

A mi, ni la radicha ni la lechuga criolla me importaban mucho, lo que siempre me maravilló fue el gallinero. El abuelo José tenía un espacio único, más acá, cerca de la casa, estaba el ponedero. Blanqueado a la cal por dentro y por fuera, nidos armados de material con paja siempre seca y limpia, piso de ladrillo siempre recién barrido y sobre el techo de chapa una frondosa y tupida enredadera para mantenerlo fresco. Ese, era justamente el lugar de los gatos y cuando digo gatos, señor! Hacían honor al plural! Nunca supe cuantos eran, pero subían y bajaban del techo permanentemente, blancos, negros, pardos, manchados, grandes y chicos. Verano e invierno la peregrinación felina atestaba su propia autopista en busca quién sabe que vituallas. La protección a tales animalitos era proporcionada por mi madre, mi padre, creo, los soportaba como parte de la misma casa.

Un día noté que un gato gris en medio de la autopista saltaba hasta la mitad de la pared y volvía a caer al piso desde donde observaba, este es el policía de tránsito, me imaginé. La idea me divirtió tanto y la acepté tan naturalmente que comencé a observar delicadamente cuales eran las posibles infracciones que pretendía sancionar. La autopista tenía cuatro manos, dos en cada sentido, una reservada para las gatas y los gatos pequeños y la otra para los gatos jóvenes y adultos. Los gatos adultos nunca rebasaban a los gatos jóvenes y todos respetaban la pausa que se imponía el alcanzar la carga del techo o el piso para mirar y decidir el nuevo rumbo. Estas normas nunca eran alteradas salvo por los saltos del gato gris que a esta altura ya había degradado y había vuelto a ser una incógnita. ¿Qué pretendía? ¿Por qué se comportaba así?

El sábado me levanté muy temprano, justo cuando mamá prepara los tazones. Pasé por la cocina corriendo y salí al patio sin hacer caso a los gritos que me advertían sobre el desayuno y que estaba esa edad en que tenía que no se que cosa con no se que cosa… en fin… El gato gris… el gato gris… pensaba, quería encontrarlo al inicio de su frenética tarea de saltimbanqui autopistero y allí lo encontré. Ya estaba abajo, al pié de la pared del ponedero cuando el ruido de los cacharros de leche produjo la avalancha de gatos rumbo al patio, el gato gris los miraba inmóvil, ningún salto, ninguna reacción que recordase su comportamiento desordenado y arrebatado. Después de la leche, de los ronrroneos entre las piernas de mi mamá y las caricias de ella a esa masa de ronquidos y colas. Comenzó el regreso al sol de la mañana, al paseo entre los surcos de las siembras del abuelo José y ¿Yel gato gris? Volví mi atención corriendo hacia él y nada, quieto, mirando la pared.

- Michi, michi…

Caminé lento con el brazo estirado hasta lograrlo acariciar, creo que ninguno de ellos jamas me habían regalado tal derroche de refriegas, atrapaba mi mano entre las garras sin llegar a clavar sus uñas para que no la retire y pasaba su lengua por mis dedos mientras se estiraba sobre su espalda, en eso llegó mi mamá.

- Tom… pobre Tom…

Y le dejó un tazón de leche, en ese instante creí entender.

El domingo me levanté más temprano que el día anterior, fui hasta el galpón donde se guardaban las herramientas y comencé a cavar un pozo cerca de las radichas, después caminé hasta el ponedero. La mañana siguió abanzando.

- Tom… Tom… no viste al gato gris? No vino a tomar la leche…
- No mamá, debe haber subido al techo.

Le dije mientras terminaba de aprontar la tierra, con la azada, entre los surcos.
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Nèstor Melano
2008 (c)

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