viernes, 19 de septiembre de 2008

Cuatro vueltas


La moneda está en medio de la calle, esa es una situación total y aparentemente inocente, pero es mi única moneda.

Se me deslizó por un agujero del bolsillo del pantalón justo en el momento en que pretendí tomarla. Estuvo allí todo el día, más aún, desde ayer exactamente. Yo sabía que estaba allí, lo tenía muy presente y no pensaba gastarla hasta que no fuera absolutamente necesario. Medité largo tiempo sobre hacer uso de ella en esta oportunidad, tan largo tiempo como son largos los tiempos cuando el tiempo disponible para tomar una decisión es nulo, pero la acción de tomar la moneda no fue automática, fue reflejo de una urgencia, fue incluso con la consciente alegría de no haberla usado en otra oportunidad más vana o más egoísta o más provechosa en lo personal. La historia me ha enseñado que por aquí el ahorro no es la base de la fortuna, más bien la fortuna es hija de actos que de hacerlos me quitarían el sueño en su mayoría. Pero en esta oportunidad estaba totalmente seguro que si bien esto no iba a contribuir a mi fortuna personal, ni a saciar ninguna de mis necesidades más inmediatas, era menester hacerlo, por eso saqué la mano del bolsillo de mi viejo abrigo y no me quejé cuando el frío hirió mi piel, levanté el saco para poner al descubierto la abertura derecha del pantalón y llevé primero los dedos, seguros, luego toda la palma de la mano en busca de la única moneda atesorada. El peso denunciaba su presencia, irónico pensé, el peso del dinero siempre hace sentir su presencia, no siempre para bien, pero el peso de su ausencia para algunos resulta ser terminal. Trabajo acumulado decía la definición, esclavitud en cuotas, hambres debidas, vidas postergadas, consciencias de jabón. Y ahí me encontraba yo, en ese instante en que uno cree que está por cumplir su íntima venganza contra el sistema, una venganza sin víctimas, una venganza realizada en el altar de su propio pellejo, holocausto silencioso, personal, reivindicativo de nuestra propia incapacidad de no poder hacer algo más. El poder debe llegar con cierta cuota ineludible de ceguera, la ceguera debe ser la antesala de la traición. Pero allí estaba, a punto de tomar la única moneda, rocé su canto rugoso, sentí su aspereza recorriendo mi pierna, el clin... clin... sobre el cemento, su silencioso rodar por la calle, pude contar, una... dos... tres... cuatro vueltas antes de caer de plano.

La miramos. Nos miramos con el pibe, la rueda del acoplado le pasa por encima y desaparecer de nuestra vista.

- No pibe, no tengo más.

Me cree, el pibe me cree y a los dos nos corre como una angustia por la cara, no es llanto, es como una forma de angustia.

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Néstor Melano
2008 (c)

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